XIV

Apoyada en el respaldo del asiento rojo, con un bolso sobre las piernas con las letras CUE plateadas, una chica escucha música con los ojos cerrados. Después de un rato de seguir el ritmo con leves movimientos de la cabeza, sus labios se entreabren y murmura con claridad, muy lentamente, I- A-M-  S-A-F-E-. El tiempo se detiene; todos los que la rodean, y acompañan en el viaje, también parecen estar seguros por unos instantes, alejados del peligro, en otro mundo. El trance de los médiums no debe ser una experiencia muy diferente.

XIII

Cualquiera que haya estado preso alguna vez sabe que la única forma de sobrevivir a la experiencia es crear un tiempo aparte del horario, las ordenanzas y los reglamentos. Levantarse más temprano, antes de la hora oficial; acostarse más tarde y no dormir aunque las luces estén apagadas; no salir al patio o rechazar la comida del centro son maneras habituales de no perder una vida que está en manos de otros. La libertad no tiene nada de abstracto, es tan sólo la administración de la dimensión temporal, la creación de un tiempo propio, singular e incomunicable. Los principales obstáculos a supera y sortear son la temporalidad homogénea social, la cadena de los sucesos concomitantes y las etapas, fases y períodos de actuación dictadas por el sentido común. Mientras que las estrategias a seguir para tener (el) tiempo pasan por la aceleración superior a la media, aunque dadas las condiciones actuales y el desarrollo progresivo de la técnica, ser tan rápido es una tarea casi imposible, más bien se trata de esperar el momento de ganar velocidad cuando lo obligado es parar; el enlentecimiento, la ralentización, la proliferación de bolsas de lentitud, que, en cambio, aparecen cada vez más como el único acto subversivo posible, y la distribución errática, fragmentaria e incompleta de las tareas, de modo que nunca se da nada por terminado ni se continúa demasiado rato con lo mismo, a fin de que siempre quede la sensación placentera de que el medio exterior no impone su ley de sucesión. La regla de tres para limitar los efectos de la temporalidad inducida es muy sencilla: acelerar cuando haya que parar; detenerse cuando haya que correr, y hacer lo que haga falta, pero nunca todo y en el orden debido.

XII

Los individuos con reacciones rápidas, en estado de alerta continuo, cometen un gran número de errores en sus predicciones y acciones, en su mayor parte fruto de la precipitación; el beneficio evidente es que son eficaces en la prevención de males mayores y en la celeridad con que se enfrentan a los problemas. En el otro extremo de la disposición psíquica a actuar y tomar decisiones, los individuos con reacciones lentas, más reflexivos, disfrutan de una mayor tranquilidad y cometen muchos menos errores, pero la cuestión estriba en que son de una gravedad mucho mayor, incluso de consecuencias mortales, por su tendencia a no dar importancia a lo que requiere una atención inmediata, sin demora alguna. Unos se mueren de preocupación; los otros de no preocuparse. Alguien podría pensar que el término medio sería lo más adecuado y equilibrado, la forma ideal de comportamiento. También es un error. El interés reside en la serie y la gama completa del tipo humano, con todas sus intergradaciones y variaciones. El espectáculo del obrar así lo ordena.

XI

La proximidad entre los individuos sólo se conjura y expía con el conocimiento del otro, bajo la (no) categoría de intimidad, dimensión de lo desconocido a explorar desde el lado físico o psíquico. Cualquier tipo de relación, por breve que sea, que no se funde en un gradiente íntimo, lleva de forma inevitable al hastío, a una mezcla de aturdimiento y embrutecimiento, que trueca lo contingente y alegre en necesario y triste, el juego en obligación, el vínculo libre en nexo férreo. Nadie debería estar al lado sin intimidad operativa; nada está por encima ni justifica una relación excepto el contacto de los cuerpos y las almas más allá de sí mismos, al límite de sus fuerzas. La dependencia crea hábito; la proximidad inducida segrega inhibición lateral. El singular capaz de algo tan sencillo como pensar y sentir con otro se vislumbra como la única compañía deseable.

X

Aunque es difícil describir las diferentes etapas, la despersonalización, el borrado del yo hasta donde es posible concebirlo, trae consigo la desrealización relativa, la pérdida del horizonte del mundo compartido, sustancia inánime que flota en el aire. Si en lugar de retroceder atemorizados, para recuperar la estabilidad de los sujetos y los objetos, seguimos por el mismo camino sin vacilar, se alcanza al final una desrealización absoluta, una separación radical, y adviene, a modo de contrapartida, LA realidad en estado bruto, salvaje y singular. El sujeto que experimenta esta sensación de ahogo, pero renuncia a salir a respirar, a pesar de la asfixia angustiante, y se limita a aguantar la respiración, obtiene como resultado experimental un sensorio sin sensor ni sentido.

IX

El ruido del tráfico, los árboles cortados y marcados con cruces rojas, sirven de telón de fondo de la escena. Un hombre sudoroso cruza la calle a paso rápido casi sin mirar; pocos instantes después, una mujer embarazada que empuja un cochecito de bebés, al grito de al ladrón al ladrón, sigue el mismo recorrido. El bebé, aunque bien sujeto y abrigado, siente el traqueteo de las ruedas y el tono de voz alterado de la madre. Un observador imparcial, desconocedor de la relación de causa-efecto entre el delincuente y la víctima, tendría serias dificultades para distinguir cuál de los dos rostros refleja más desesperación, miedo y angustia. La única diferencia apreciable sería que uno de los rostros está cubierto de lágrimas y el otro es como si llevara toda la existencia sin saber lo que es llorar, insensible a su propio dolor. En esta zona gris de las ciudades, arenas movedizas de asfalto en las que se hunden el que huye y el que persigue, cada uno por su interés, en este grado de envilecimiento e indeterminación, de lucha por la vida y lo que pertenece a esta vida, que nivela a los oponentes y no distingue al otro como tal, el hecho social, la socialización como vínculo abstracto, nace y revela su naturaleza de neutralizador ético. Con sólo tensar la situación un poco más, lo que está sucediendo será un pálido reflejo de lo que acabará pasando a una escala mucho mayor y más terrorífica.

VIII

Es por la mañana, hace frío, una persona cualquiera abre una caja de cartón de colores, manchada de aceite, y coge la hamburguesa que está dentro. Todo seguido, rompe la punta del sobre de ketchup; con desgana, separa las dos mitades del pan, observa su contenido y echa el líquido rojo, viscoso y denso en la carne caliente. Cuando considera que está todo preparado, acerca con sus manos la hamburguesa a sus labios y da un bocado. A su alrededor, infinidad de personas hacen lo mismo. Todas excepto una. Al lado, sentada en un rincón, una chica malvestida intenta dormir y calentarse apoyando sus brazos en la mesa. Es INVISIBLE. El telón de fondo de su sueño es el ruido de los papeles arrugados, mezclado con las mandíbulas que mastican y el hilo musical. Pero SE VE. Las empleadas pasan cada poco rato, con una puntualidad asombrosa, la sacuden: "Aquí no se puede dormir". El tiempo parece calculado, como por instinto, para impedir que el sueño se concilie y provocar la renuncia, el cansancio, y la salida del local, tal cual los agentes del orden con los vagabundos que duermen en los bancos de la calle. La chica, al final, reacciona airada, con las pocas fuerzas que le quedan, está  muy delgada. Tú que sabes, tú que sabes lo que es no comer... tengo frío. Esto no es una escuela, vale, déjame en paz. Vuelve a tumbar la cabeza en la mesa, reconfortada por el tibio calor del recinto. Duerme quizá sin soñar. Los clientes siguen entrando y saliendo, se sientan, comen y se van.

VII

De pequeñas C. y M. jugaban a desmayarse, a provocarse el desmayo, una a la otra, mediante la presión de la arteria carótida, a la altura del cuello. Todavía recuerdan sus risas como locas al caer al suelo de bruces, repetidas veces, hasta que no podían más. Más adelante, una de ellas se estremeció cuando un chico la cogíó de la mano; la otra, la más bella y radiante, sintió escalofríos cuando una chica la rozó. A pesar de la distancia, las dos estaban muy unidas, más allá de los lazos de sangre de sus padres, que equivalían al parentesco de primas; los posibles temores que tenía C. de que M. la rechazara, al confesarle que tenía una amante, una chica de largos cabellos, mirada lánguida y pechos generosos, se esfumaron al instante, nada podía separarlas y menos todavía algo así. Con la valentía de mantener una relación semejante, aunque fuera a escondidas, en un pueblo pequeño, pasaron los años. La aparición en escena de J., un compañero del trabajo, vino a cambiar a peor las cosas. Enamorado locamente de C. no paró hasta apartarla de su amante, a la que odiaba con toda su alma, y conseguir hacerla suya. El día de la boda, después de la ceremonia, las dos primas se apartaron del bullicio, fueron a un rincón y se pusieron a llorar mientras se miraban a los ojos, sin consuelo. Nadie entendía nada, pero ellas lo sabían. Era el principio del fin, la unión sellaba la separación y el progresivo entristecimiento de unas vidas antes felices y plenas. La llave estaba echada en el cerrojo.

VI

Por difícil que sea la situación, una cabeza no espera nada, no tiene nada que esperar, libre de prescripciones y proscripciones, lo primero que pierde es la esperanza. Como divagante rara, accidental y accidentada, siempre fuera de lugar, no es más que un escapada continua, una vía de escape, un canal de fuga del sujeto y la identidad del yo. La liberación de la historia personal, encadenada al lastre del recuerdo y el remordimiento, y la colectiva, memoria acumulada de un escenario temporal y territorial, evita caer en la trampa, preparada con astucia, de crear una nueva identidad, una falsa identidad (avatar), ya que adolece de las mismas carencias, desventajas e inconvenientes de la llamada identidad real; el peso de esta tarea es contrario a la ligereza y la gracia, hace inclinar el cuerpo hasta que, finalmente, se adopta una postura sumisa, con las rodillas pegadas al suelo. La proscripción de lo proscrito, todos y cada uno de los caminos guiados por el reconocimiento, el rechazo del reconocer como hecho social básico, y la prescripción de lo imprescriptible, implica la necesidad evidente de borrar las huellas, se desvanecen como por arte de magia, a medida que se van trazando, cabeza borradora que graba su propia desaparición, gloria incomunicable, vida de eclipse.