XI

La proximidad entre los individuos sólo se conjura y expía con el conocimiento del otro, bajo la (no) categoría de intimidad, dimensión de lo desconocido a explorar desde el lado físico o psíquico. Cualquier tipo de relación, por breve que sea, que no se funde en un gradiente íntimo, lleva de forma inevitable al hastío, a una mezcla de aturdimiento y embrutecimiento, que trueca lo contingente y alegre en necesario y triste, el juego en obligación, el vínculo libre en nexo férreo. Nadie debería estar al lado sin intimidad operativa; nada está por encima ni justifica una relación excepto el contacto de los cuerpos y las almas más allá de sí mismos, al límite de sus fuerzas. La dependencia crea hábito; la proximidad inducida segrega inhibición lateral. El singular capaz de algo tan sencillo como pensar y sentir con otro se vislumbra como la única compañía deseable.

X

Aunque es difícil describir las diferentes etapas, la despersonalización, el borrado del yo hasta donde es posible concebirlo, trae consigo la desrealización relativa, la pérdida del horizonte del mundo compartido, sustancia inánime que flota en el aire. Si en lugar de retroceder atemorizados, para recuperar la estabilidad de los sujetos y los objetos, seguimos por el mismo camino sin vacilar, se alcanza al final una desrealización absoluta, una separación radical, y adviene, a modo de contrapartida, LA realidad en estado bruto, salvaje y singular. El sujeto que experimenta esta sensación de ahogo, pero renuncia a salir a respirar, a pesar de la asfixia angustiante, y se limita a aguantar la respiración, obtiene como resultado experimental un sensorio sin sensor ni sentido.