XIII

Cualquiera que haya estado preso alguna vez sabe que la única forma de sobrevivir a la experiencia es crear un tiempo aparte del horario, las ordenanzas y los reglamentos. Levantarse más temprano, antes de la hora oficial; acostarse más tarde y no dormir aunque las luces estén apagadas; no salir al patio o rechazar la comida del centro son maneras habituales de no perder una vida que está en manos de otros. La libertad no tiene nada de abstracto, es tan sólo la administración de la dimensión temporal, la creación de un tiempo propio, singular e incomunicable. Los principales obstáculos a supera y sortear son la temporalidad homogénea social, la cadena de los sucesos concomitantes y las etapas, fases y períodos de actuación dictadas por el sentido común. Mientras que las estrategias a seguir para tener (el) tiempo pasan por la aceleración superior a la media, aunque dadas las condiciones actuales y el desarrollo progresivo de la técnica, ser tan rápido es una tarea casi imposible, más bien se trata de esperar el momento de ganar velocidad cuando lo obligado es parar; el enlentecimiento, la ralentización, la proliferación de bolsas de lentitud, que, en cambio, aparecen cada vez más como el único acto subversivo posible, y la distribución errática, fragmentaria e incompleta de las tareas, de modo que nunca se da nada por terminado ni se continúa demasiado rato con lo mismo, a fin de que siempre quede la sensación placentera de que el medio exterior no impone su ley de sucesión. La regla de tres para limitar los efectos de la temporalidad inducida es muy sencilla: acelerar cuando haya que parar; detenerse cuando haya que correr, y hacer lo que haga falta, pero nunca todo y en el orden debido.