XV

Una tarde desapacible. Los espectadores salen en grupos del cine; algunos comentarios. Acaban de ver una película que no saben por qué han visto. Carreteras desoladas llenas de árboles muertos. Sin señales de vida. Los escasos supervivientes, amortajados con ropas pestilentes, empujan carros de supermercado con escasas pertenencias. El sol declina participar en un mundo destruido. Casos de canibalismo. Siempre es reconfortante comprobar que no es más que una ficción. Pobre gente. Algunos disfrutan del placer malsano, saboreado en silencio, de ver realizados sus sueños de autodestrucción y aniquilación, cansados de la vida que llevan. Podría pasar. Mejor acabar con todo. Que se acabe. Todavía no. Hay prisa por llegar a casa a comer. Todos pasan por delante de un pobre diablo, al lado de su carro de supermercado atestado de ropa y cartones, tirado por los suelos al lado de una cabina telefónica, que se afana por encontrar, con sus sucias manos, alguna moneda que se haya deslizado debajo. Nadie lo mira. Es demasiado real. Su cara está más sucia que la del actor. No es una película. Hace tiempo que no va al cine.