XVII

Es frecuente hacer un uso perverso e interesado del concepto de igualdad; el carácter relativo que presenta facilita la tarea, ser iguales siempre es ser igual a o igual respecto a, según un contenido variable y una medida determinada con un fin específico. Algunos desearían que todos fueran iguales; no es una muestra de solidaridad ni de filantropía, se sobreentiende que iguales a ellos en lo peor, igual de infelices o miserables. La igualdad como herramienta del desprecio a uno mismo y los demás, busca la nivelación por abajo, el consenso, el acuerdo en lo despreciable y denigrante; una comunidad de lo peor, embrutecida y nihilista. En lugar de buscar un acuerdo por lo alto, de máximos, se satisface con un acuerdo de mínimos que afecte a todos por igual, basado en las miserias humanas. Es un humanismo negativo, una parodia grotesca de los valores humanitarios. El igualitarista a la baja, obsesionado en especial con la muerte, recela por naturaleza de cualquier signo de distinción, de las diferencias insuperables, las soluciones de continuidad, de los desniveles abruptos, y siente en su interior un deseo profundo de menospreciar todo aquello que destaque y se diferencie de la media que ha estipulado, se ha impuesto a su conciencia. Es a la vez el carcelero y el prisionero del alma; la víctima, el asesino y el vengador. Atento a cualquier desviación de la norma, por encima de todo no quiere ser engañado. Nadie puede ser diferente; todos ha de ser a su imagen y semejanza, igual de nefastos y deleznables. Él lo sabe. La tarea odiosa, digna de este ángel caído, es desenmascarar a los farsantes, poner de manifiesto las contradicciones, repudiar la bondad, extender el descrédito en todo lo que ve y toca. Es el hombre desconfiado por excelencia; sólo se siente aliviado en su frustración cuando minimiza, calumnia o rebaja cualquier atisbo de nobleza, elevación del alma. La mezquindad es su medio nutricio; no cree en otra cosa: todos son iguales.