XXIII

La risa no es siempre una expresión de salud, en algunos casos es la imagen misma de la enfermedad propia del alma: el resentimiento, un odio enquistado que no puede evitar proyectarse afuera, se convierte en un rictus forzado, una mueca grotesca tanto en la comunicación oral como en la escrita. Hace daño a los ojos; maltrata al oído. Hiela la sangre. Si se escucha con atención, se oye como un ruido, un chirrido desagradable, como si una lengua de espinas, un látigo de colas restallará entre los labios entreabiertos, y buscara clavarse en la carne de los otros. Es una risa que busca venganza; no emana de una satisfacción profunda, de un instante de alegría, despreocupación, sino de una insatisfacción infinita, una impotencia que busca consuelo en la agresión ficticia, donde cada carcajada es el signo de una victoria anticipada sobre los demás, un triunfo, una compensación que nunca llega. Risa triste, no soporta la alegría ajena; en lugar de reír para alegrar, celebrar la existencia, la compañía del prójimo, ríe para entristecer, para intentar infundir el desánimo, para destruir. Si al menos la destrucción que lleva dentro fuera equiparable a la destrucción que desearía afuera, podría descansar, se sentiría satisfecha, dios perverso el séptimo día, contento con la aniquilación del mundo. Risas ahogadas.